sábado, 5 de octubre de 2013

En el límite (de los veintiuno)

Fuimos a ver a The Loud Residents. Tocaban en la Velvet por tres euros. No rechistamos ante el precio, pero lamentamos que no incluyese ninguna triste cerveza. En la entrada sólo había niñas. Digo niñas, porque eran niñas. Rondarían los dieciséis años, quizás diecisiete. Los músicos también estaban fuera. A eso le quedaba media hora, mínimo, para comenzar, así que nos fuimos a por birras de quintas marcas (al menos) por cincuenta céntimos.

A la vuelta, ya no quedaba gente fuera esperando. Dentro, dos grandes columnas enmarcaban el pequeñísimo escenario en el que la banda tocaba, lo que dificultó en un principio que pudiese observar a los chicos. Eso contribuyó a que me fijara primero en lo que había un poco más abajo: el público. Apenas quince chavales se apelotonaban junto al escenario. La mayoría eran chicos, ellas preferían mantener una distancia prudencial. Y no era para menos. Saltaban, se empujaban y gritaban al frenético ritmo de la música que tocaban los de ahí arriba. Por fin pude contemplarlos.

Eran niños. Y tocaban como hombres. Puede que el batería, que parecía el mayor de los tres, hubiese cumplido recientemente los dieciocho. El vocalista estaba delgadísimo y llevaba una camiseta gris y muy pegada de The Smiths. El pelo, un poco alborotado, le tapaba un ojo cada vez que bajaba un poco la cabeza para cambiar de acorde. Muy de vez en cuando, claro. Y el bajista, dios mío, el bajista parecía aún más pequeño. Tan jóvenes y buenos que asustaban. Estaban tocando temas de su primer album -colgado en el bandcamp- que es, además homónimo. Eran The Loud Residents. Y los de abajo, probablemente, serían sus amigos del instituto. 

Eran muy jóvenes y escuchaban rock. Sentí eso de la nostalgia de algo que no se ha vivido
nunca. Me acordé de mis dieciséis, de Blink 182, de Green Day, de Sum 41 y de Fall Out Boy. Mis primeros flirteos con el rock y el punk más adolescente. Pero, a diferencia de ellos, yo no iba a conciertos y mis amigos estaban inmersos en otro rollo musical muy distinto al mío. Miraba divertida, llevando el ritmo de la música garajera con los pies pero sin moverme demasiado, a la conjunción que formaban la coalición grupo más público, tan entusiastas y entregados los unos a los otros. Y, de repente, me sentí terriblemente mayor.

Tras ellos, tocó un grupo de punk femenino venido de Argentina que no estaba nada mal. Las Kellies, se llamaban. Dejamos la Velvet cuando terminaron y emigramos al ZZ Pub, siempre tan hospitalario a altas horas de la madrugada. Allí tocaba otro grupo local: Tocata Covers. Estos, sin embargo, eran mucho más mayores que The Loud Residents, al igual que la mayoría de grupos y de gente que frecuenta el clásico pub rockero. Tuvieron la mala suerte de que al vocalista se le rompiera una cuerda justo antes de comenzar, por lo que se retrasaron un poco. No diría que la espera mereció la pena. En su repertorio figuraban míticas y a su vez gastadas glorias del rock and roll español de los ochenta y los noventa, como ‘Insurrección’, ‘Por la boca vive el pez’ o ‘El límite’. Aunque no les faltó entusiasmó –no pararon de animar al público para que cantase con ellos- las versiones no llegaron a ser espectaculares, sino que fueron más bien modestas. Prometían también grandes éxitos internacionales, pero nos fuimos antes de tiempo.

Rodeada de incipientes (aunque algunas no precisan de ese adjetivo) calvas, primeras arrugas y kilos de más, me sentí joven de nuevo. La música tiene esas cosas. Te devuelve de repente a edades pasadas, añadiendo sensaciones a las que ya de por sí poseen los recuerdos, tan pronto como te transporta a años futuros, dibujando así en la mente el porvenir y teniendo la certeza, una vez más, de querer vivir entre conciertos y bares hasta que asome la ultimísima de las arrugas.

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