Fuimos a ver a
The Loud Residents. Tocaban en la Velvet por tres euros. No rechistamos ante el
precio, pero lamentamos que no incluyese ninguna triste cerveza. En la entrada
sólo había niñas. Digo niñas, porque eran niñas. Rondarían los dieciséis años,
quizás diecisiete. Los músicos también estaban fuera. A eso le quedaba media
hora, mínimo, para comenzar, así que nos fuimos a por birras de quintas marcas (al menos) por cincuenta
céntimos.
A la vuelta, ya no quedaba
gente fuera esperando. Dentro, dos grandes columnas enmarcaban el
pequeñísimo escenario en el que la banda tocaba, lo que dificultó en un
principio que pudiese observar a los chicos. Eso contribuyó a que me fijara
primero en lo que había un poco más abajo: el público. Apenas quince chavales
se apelotonaban junto al escenario. La mayoría eran chicos, ellas preferían
mantener una distancia prudencial. Y no era para menos. Saltaban, se empujaban
y gritaban al frenético ritmo de la música que tocaban los de ahí arriba. Por
fin pude contemplarlos.
Eran niños. Y tocaban como
hombres. Puede que el batería, que parecía el mayor de los tres, hubiese
cumplido recientemente los dieciocho. El vocalista estaba delgadísimo y llevaba una camiseta gris y muy pegada de The Smiths. El pelo, un poco
alborotado, le tapaba un ojo cada vez que bajaba un poco la cabeza para cambiar
de acorde. Muy de vez en cuando, claro. Y el bajista, dios mío, el bajista parecía
aún más pequeño. Tan jóvenes y buenos que asustaban. Estaban tocando temas de su primer album -colgado en el bandcamp- que es, además homónimo. Eran The Loud Residents. Y los de abajo, probablemente, serían
sus amigos del instituto.
Eran muy jóvenes y escuchaban rock. Sentí eso de la
nostalgia de algo que no se ha vivido
nunca. Me acordé de mis dieciséis, de
Blink 182, de Green Day, de Sum 41 y de Fall Out Boy. Mis primeros flirteos con el rock
y el punk más adolescente. Pero, a diferencia de ellos, yo no iba a conciertos y mis amigos estaban inmersos en
otro rollo musical muy distinto al mío. Miraba divertida, llevando el ritmo de la música garajera
con los pies pero sin moverme demasiado, a la conjunción que formaban la
coalición grupo más público, tan entusiastas y entregados los unos a los otros.
Y, de repente, me sentí terriblemente mayor.
Tras ellos, tocó un grupo de
punk femenino venido de Argentina que no estaba nada mal. Las Kellies, se llamaban. Dejamos la Velvet
cuando terminaron y emigramos al ZZ Pub, siempre tan hospitalario a altas horas de
la madrugada. Allí tocaba otro grupo local: Tocata Covers. Estos, sin embargo, eran mucho
más mayores que The Loud Residents, al igual que la mayoría de grupos y de gente
que frecuenta el clásico pub rockero. Tuvieron la mala
suerte de que al vocalista se le rompiera una cuerda justo antes de comenzar,
por lo que se retrasaron un poco. No diría que la espera mereció la pena. En su
repertorio figuraban míticas y a su vez gastadas glorias del rock and roll
español de los ochenta y los noventa, como ‘Insurrección’, ‘Por la boca vive el pez’ o ‘El límite’. Aunque no les faltó entusiasmó –no pararon de animar al
público para que cantase con ellos- las versiones no llegaron a ser
espectaculares, sino que fueron más bien modestas. Prometían también grandes éxitos internacionales, pero nos fuimos antes de tiempo.
Rodeada de incipientes
(aunque algunas no precisan de ese adjetivo) calvas, primeras arrugas y kilos
de más, me sentí joven de nuevo. La música tiene esas cosas. Te devuelve de
repente a edades pasadas, añadiendo sensaciones a las que ya de por sí poseen
los recuerdos, tan pronto como te transporta a años futuros,
dibujando así en la mente el porvenir y teniendo la certeza, una vez más, de
querer vivir entre conciertos y bares hasta que asome la ultimísima de las arrugas.
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