miércoles, 25 de septiembre de 2013

El tacto de lo nuestro


y me parece inédito
el gesto de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.

LUIS GARCÍA MONTERO


Y ahí en medio de toda esa gente que bebía y hablaba sin parar, yo me detuve durante unos minutos a observar cómo su mano me tocaba el brazo. Era un movimiento habitual, corriente y muy natural, una acción no estudiada. Sonaba música de fondo y ya no hacía calor. Era el septiembre de la transición, no democrática, sino la que marca el inicio de la tediosa calma existente entre una época acelerada y otra. Era verano, pero no. Ciertamente, ese mismo esquema sintáctico era aplicable a otras muchas cosas.

En este contexto sucedía que esa noche, como tantas otras, él hablaba en el sofá con un amigo mientras yo, sentada sobre sus piernas, fijaba mi mirada en su mano izquierda, que pasaba a su vez por mi brazo izquierdo. Estoy convencida de que me acariciaba casi sin darse cuenta de ello, como si de un movimiento completamente automático se tratase. De arriba a abajo, dejando de repente de hacerlo durante un par de segundos al alzar la mano en un gesto muy suyo mientras conversaba. Balanceaba de vez en cuando un poco el brazo, acompañando el tono concurrido y animado de su charla. Luego volvía a posar su mano sobre el mío para pasar a darme pequeñas palmadas, una y otra vez, hasta volver a acariciarme y acabar el recorrido, por fin, en mi mano. Entonces la agarraba, juntaba sus dedos con los míos, sin distraerse ni por un segundo de su conversación y sin reparar, tampoco, en que la que yo estaba teniendo en ese momento era conmigo misma, tratando de averiguar cómo el tiempo nos había unido de esa manera, cómo él me tocaba como si siempre hubiese sido así, como si acaso no hubiese habido un tiempo en el que el tacto era calculado y tembloroso.

Era septiembre. Era el septiembre de la transición, de la premeditación a la confiada posesión, y también de la tediosa, y, a la vez, tan necesaria calma. Debíamos de asemejarnos, desde fuera, a unas de esas antiguas fotos en blanco y negro en las que un chico y una chica a los que no conocemos de nada posan juntos, tremendamente felices y casuales. Aunque él no fijaba su mirada en mí, la mía, lejos de estar perdida, se había encontrado con su mano, ahora sobre mi pierna. "El amor al innumerable roce", pensé, pues ya había habido muchos otros antes. El de ahora -inconsciente, instintivo e involuntario- no precisa, sin embargo, del sonrojo que suele causar la imprevista mano que aprovecha las ventajas de una generosa falda. Supongo que eso es lo fácil. Más difícil es alcanzar esta certeza, la táctil, la de las piernas y las manos, la que predice mucho más que las líneas.

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