y me parece inédito
el gesto de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.
LUIS GARCÍA MONTERO
Y
ahí en medio de toda esa gente que bebía y hablaba sin parar, yo me
detuve durante unos minutos a observar cómo su mano me tocaba el brazo. Era
un movimiento habitual, corriente y muy natural, una acción no
estudiada. Sonaba música de fondo y ya no hacía calor. Era el
septiembre de la transición, no democrática, sino la que marca el inicio de la tediosa calma existente entre una época acelerada y otra. Era verano, pero no. Ciertamente, ese mismo esquema sintáctico era aplicable a otras muchas cosas.
En este contexto sucedía que esa noche, como tantas
otras, él hablaba en el sofá con un amigo mientras yo, sentada
sobre sus piernas, fijaba mi mirada en su mano izquierda, que pasaba
a su vez por mi brazo izquierdo. Estoy convencida de que me
acariciaba casi sin darse cuenta de ello, como si de un movimiento
completamente automático se tratase. De arriba a abajo, dejando de repente de hacerlo durante un par de segundos al alzar la
mano en un gesto muy suyo mientras conversaba. Balanceaba de vez en cuando un poco el
brazo, acompañando el tono concurrido y animado de su charla. Luego volvía a posar su mano sobre el mío para pasar a darme pequeñas palmadas,
una y otra vez, hasta volver a acariciarme y acabar el recorrido, por
fin, en mi mano. Entonces la agarraba, juntaba sus dedos con los
míos, sin distraerse ni por un segundo de su conversación y sin
reparar, tampoco, en que la que yo estaba teniendo en ese momento era
conmigo misma, tratando de averiguar cómo el tiempo nos había unido
de esa manera, cómo él me tocaba como si siempre hubiese sido así,
como si acaso no hubiese habido un tiempo en el que el tacto era
calculado y tembloroso.
Era septiembre. Era el septiembre de la
transición, de la premeditación a la confiada posesión, y también de la
tediosa, y, a la vez, tan necesaria calma. Debíamos de asemejarnos,
desde fuera, a unas de esas antiguas fotos en blanco y negro en las
que un chico y una chica a los que no conocemos de nada posan juntos,
tremendamente felices y casuales. Aunque él no fijaba su mirada en
mí, la mía, lejos de estar perdida, se había encontrado con su
mano, ahora sobre mi pierna. "El amor al innumerable roce", pensé, pues ya había habido muchos otros antes. El de
ahora -inconsciente, instintivo e involuntario- no precisa, sin
embargo, del sonrojo que suele causar la imprevista mano que aprovecha
las ventajas de una generosa falda. Supongo que eso es lo fácil. Más difícil es alcanzar
esta certeza, la táctil, la de las piernas y las manos, la que predice mucho más que las líneas.
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